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Un veinticuatro de diciembre

“No solo hay familia en Belén, no solo hay familia en Belén, si los ticos unidos queremos construirla, podemos tenerla también”.

(No solo hay portal en Belén, Carmen Antillón) 

El inicio de los temporales, vientos y fríos nos animaba a esperar la llegada del Niño Dios. Solíamos reunirnos todos, mis hermanos, mis primos, algunos vecinos y yo, a la orilla de la cocina de leña para iniciar nuestra tarea: escribirle una carta al Niñito para que nos trajera lo que queríamos en Navidad. Buscábamos una hoja y un lápiz, nos sentábamos muy cerca los unos de los otros y empezábamos la carta con la inconfundible frase: “Querido Niñito Dios”. Casi todas las Navidades de mi niñez fueron similares, pero la que quiero relatar en estas páginas fue una de esas que nunca se ven llegar.

Al principio, todo marchaba como de costumbre. Escribir la carta para el Niñito Dios marcaba, para nosotros, muy jóvenes en ese entonces, el inicio de la Navidad, y en aquel diciembre no se hizo la excepción. Mi hermanillo, el menor, como todavía no escribía bien, me dijo que le pidiera para él unos bueyes de madera, pero, eso sí, unos que vinieran con su buena carreta.

El primo Asdrúbal le pidió un carretillo de madera: “Si no puede traerme eso porque es muy grande, entonces me gustaría un buen trompo”, le recomendó con el grafito. Las mujeres solían pedir una muñeca: “Niñito Dios, puede ser de trapo y que tenga unas lindas trenzas o, si puedes y ves que no te cuesta mucho, que sea de caucho”. También le pedían una cocinita de madera con sus trastecitos, un armarito, un roperito o un juego de jackses y cromos de angelitos. Por supuesto, no olvidábamos incluir un par de camisas y al menos un pantalón en nuestra lista de regalos, y las mujeres un vestido para ir a misa los domingos y las fiestas de guardar.

A mi hermano Memo le encantaba hacer trabajos de madera. Cada Navidad, aprovechaba las noches o cualquier momento de distracción para escabullirse al taller e iniciar los trabajos encargados. Mientras los más pequeños soñaban con sus futuros juguetes, las manos de Memo, hábiles como las de un artesano, se encargaban de darles vida a todos esos deseos. Cuando se acercaba la Nochebuena, los juguetes de años anteriores desaparecían misteriosamente, pero detrás de aquel misterio se encontraba mamá, quien, con sumo cuidado, los tomaba y se los entregaba a mi hermano para que él los retocara.

Lo mismo sucedía con las muñecas, ya en el mes de octubre cuando las hermanas las buscaban para jugar, ¡sorpresa!  No aparecían en ningún lugar.  Claro ya estaban en uno de los talleres en Moravia donde las retocaban y las dejaban como nuevas.

 Así sucedía la magia. Y es de esperar, por la inocencia de aquellos tiempos, nosotros no teníamos pensamientos interrogantes, sino que nos creíamos el cuento de que el Niño Dios se había llevado los juguetes para traerlos de nuevo bien bonitos. Memo, además, era muy cuidadoso y no dejaba lo que adelantaba en la noche por allí visible porque los más pequeños, confisgados chiquillos, se darían cuenta de lo que estaba haciendo y dejarían de creer en el Niñito. Como decía mamá, todavía están muy pequeños para perder la inocencia.                  

Los días previos a aquella Nochebuena transcurrieron como de costumbre, tranquilos y fríos como se sentían los vientos matutinos característicos de esas fechas. El propio veinticuatro de diciembre, cenamos carne de cerdo, arroz, frijoles arreglados, el delicioso picadillo de chayote con maíz y, de postre, miel de coco. Después, los adultos se sentaron a charlar y a reír, y los más pequeños nos fuimos a jugar mientras esperábamos que llegaran las siete de la noche.  ¿Y por qué esa hora? Porque a partir de ese momento nos mandaban a todos a dormir pues era peligroso que el Niño Dios pasara y si nos encontraba despiertos, pasaba recto y no nos dejaba lo que le habíamos pedido. 

Antes de ir a la cama, Víctor, el más pequeño de los varones, dijo entre risas, que quería contarnos como ingresaría el Niñito esa noche.  Mamá solicitó silencio para que el inocente pequeño hiciera su relato:  el Niñito viene por la calle del centro, sale de la iglesia y se dirige para acá, con todo cuidado entrará por una de las hendijas de la pared y con todo cuidado y sin hacer ruido dejará los regalos que le pedimos en la sala.  Luego con igual cuidado saldrá para no despertarnos.  Mamá con gran ternura lo abrazó y lo acompañó hasta su cama para arroparlo, diciéndonos a todos, ahora sí, a dormir.

El veinticinco, muy temprano ya estábamos todos en pie, los regalos estaban junto al portal, pero no podíamos abrirlos hasta que mamá le diera gracias a Dios por todo lo que nos había traído, y a partir de ese momento, entre juego y juego, nos preguntábamos en voz alta si el Niño nos había traído los regalos que queríamos. Yo le había pedido una bola de fútbol y estaba preocupado porque no había visto ningún regalo con forma redonda, pero me tranquilizó pensar que, quizás, estaba escondida detrás de los demás regalos.

Cuando por fin llegó el momento, mamá nos llamó a todos a la sala. Ella ya acurrucaba la imagen del Niñito Dios en sus manos. Se dirigió a cada uno de los niños para que lo acurrucáramos nosotros también con un tierno beso. Luego, lo colocó sin prisa sobre un puñado de lana que simbolizaba el pesebre, justo entre María, José, la mula y el buey. Se persignó antes de alejarse del portal, y todos la imitamos. Finalmente, nos dijo que nos sentáramos y esperáramos a que ella y papá nos entregaran los regalos.

La emoción nos invadía a todos, pero aguardamos con la poca paciencia que nuestras almas inquietas eran capaces de sobrellevar; a decir verdad, algunos estaban más entre hincados y de pie, que totalmente sentados. Aun así, uno a uno, los regalos llegaban a manos de sus propietarios. Las envolturas, hechas pedazos, caían al piso, y el contenido de cada paquete quedaba visible para gusto de los espectadores. A mí alrededor, mis hermanos y hermanas expresaban su emoción con frases de agradecimiento, brincos, pequeños gritos o sonidos alegres. Víctor había pedido “algo que lo entretuviera”, y el maromero que Memo le hizo había superado sus expectativas, además de una linda dulzaina, a la cual empezó inmediatamente a sacarle los primeros acordes.

Cada vez eran menos los regalos que yacían bajo el árbol, y yo seguía sin recibir el mío y sin ver algo que se pareciera a una bola. “Tal vez olvidaron ponerlo aquí”, pensé, más los presentes se acabaron y papá exclamó:

—Bueno, eso es todo, chiquillos.

Entonces, con un vacío en el estómago y el pecho oprimido, me acerqué a mamá y le dije en voz baja:

—Mamá, falto yo.

            Ella me miró con ternura, me puso una mano en el hombro y me respondió:

—Tal vez el suyo se quedó perdido. Habrá que esperar a ver si el Niñito se lo trae otro día.

            Sentí muchas ganas de llorar y mis mejillas enrojecieron, no sé si fue por pena o enojo. Escapé del júbilo de la habitación con paso apresurado y me dirigí a mi cuarto. Cerré la puerta y, rodeado de oscuridad pues las hojas de madera de las ventanas aún estaban cerradas, me puse de cuclillas, me hice un puñito y empecé a llorar. “¿Qué hice mal?”, me cuestioné, “¿por qué tuve que ser yo, si me he portado bien?”.

Así estuve lamentándome por un tiempo, hasta que la idea de que alguien podría entrar y me vería llorando me pasó por la mente. Entonces, me puse de pie lentamente, aún con lágrimas en los ojos, y caminé hacia mi cama; al menos allí podría fingir que dormía. Justo antes de llegar, mis pies chocaron contra un objeto desconocido. Me agaché, lo inspeccioné con las manos y, a pesar de que creí saber qué estaba tocando, abrí la ventana para que la luz de la luna disipara cualquier duda.

            Las palabras se quedan cortas para explicar la sorpresa que me llevé al ver que, en efecto, mis manos sostenían un par de zapatos. Eran de cuero, negros y con cordones, y dentro de uno de ellos reposaba un papel que decía: “Con amor, de papá y mamá”. La torpeza de mis dedos al intentar zafar los cordones hubiera delatado mi entusiasmo frente a cualquiera. Cuando por fin pude ponérmelos, di un par de pasos por la habitación para probarlos. Eran duros y un poco incómodos, pero, al mismo tiempo, sentía que me resguardaban y algo importante, era mi primer par de zapatos, los cuales estrenaría en la misa de diez a la que iríamos toda la familia.

Después de una corta caminata por el cuarto y un par de brincos, noté que el cansancio ya pesaba sobre mis párpados. Entonces me dirigí hacia mi cama y me quedé dormido en pocos minutos. Qué curiosa imagen debí haber protagonizado para aquellos que me vieron: un joven delgado, cubierto por una cobija hasta la cabeza y calzando un par de zapatos mientras dormía.